dimanche 15 mars 2009

Ceniza


Después del terremoto, siempre llega la calma; luego de la calma, llegas tú. ¿Dónde antes, pequeña bestia, escondiste tu serenidad, ahora un árbol?

Las manos frías, partí rumbo a Ceniza -el pueblo más cercano de la carretera arriba. Abajo estaban Catacumbas y Querétaro, donde encontré un parque solo sin paseantes, un burdel desierto y un teléfono erguido, en una esquina. El aparato era azul, las teclas metálicas, número satelital. Pero no había línea, ni señal, ni cerveza en el burdel. El sudor en las manos dijo “vamos”. El asfalto ardía bajo mis ruedas.

Entre el verde vegetal, el mundo es carne de animales, ocultos en los colores de la piel y el hambre. El ruido de un motor inquieta sus miradas; la luz y la velocidad de un dios portátil atraviesa sus retinas. Gracia de las fábricas, corola de engranes. Por ti salgo ileso de las fauces.

Alguna vez mi padre me enseñó el extraño abismo que se abría en Ceniza. Una gran grieta, desconocidos sus confines, terminaba en aquel cerro. La tierra se extendía sobre la piedra más dura, y su raíz estaba ahí, en Ceniza. Nunca conocí el lugar, pero dicen que fue siempre el mismo pueblo roto. Sólo estuve ahí una vez; pero hace tanto ya, que dentro de mi memoria la oscuridad se mezcla con la luz de la motocicleta, y me veo pasar ahora, lleno de guantes en los dedos, con la imagen de un recuerdo vacío en las pestañas.

Geodésicas, las voces y las fuentes vinieron a mis sueños esta noche. Despierto pero sin piel, salí con ellas al mundo y me trajeron a Ceniza. Bajo la sombra de un árbol, la noche devoraba, blanquísima, los nidos de las especies mientras yo bailaba. Un crujir me dijo “basta” y colocó mi dedo dentro de su llaga, donde mi padre en la infancia, donde la roca más dura, donde el corazón de la neblina y las canciones de los burros, donde ceniza en los pies y caña y fuego y humo.


El pie desfiladero ungió mis ojos y la corteza de un árbol vino a mis palabras, como la semilla al vientre. La antigua grieta recorrió sus montes. La oscuridad del vacío regresaba a sus entrañas…

Cuando el sueño desapareció de mí, el sudor me dijo “arriba”, mis pliegues dijeron “baño” y el agua me dijo “hola”, el espejo no me mira, y los dientes disimulan mi sonrisa; “tranquilo” dijo mi ropa, mis llaves “no llevas prisa”, la puerta dijo “no vuelvas” y la rueda dijo “voy”, el mapa me dijo “mira”, los satélites “aquí”, y entre tanto la duda serena y ciega se comienza a desnudar, extendiendo sus largos velos sobre mi control, sobre mi ciencia, y sobre mi conciencia...

Mi rueda llega a Ceniza, pueblo roto de esquinas. Los cerros al fondo y la distancia un viaje. En el lugar donde antes estuvo el abismo tenebroso, ahora florece un árbol generoso. Ninguna huella de aquel infinito abierto en la corteza terrestre. En el tronco del enraizado vegetal, una inscripción me dice un nombre, el viejo nombre de la tierra que lo nutre. Hijo de la incertidumbre, me sorprendo ante la transformación. “¿Qué frutos engendrarán tus cosechas de luz, si tu alimento es el cielo y la tiniebla?” No me responde.

lundi 9 mars 2009

El pie con la cabeza











Cuando amanezca, y te des cuenta de que el sol no sale por mis poros, buscarás la luz en otra piel. Pero, pobre de ti, pequeña bestia ingenua, mi segunda piel es aun más oscura, y vivo solo.



Día de Dios. Dómine. El tiempo se vuelca sobre el ritmo de los días. La luna crece de noche, frente al globo bipolar, discreta, con la luz platinada de un astro rojo bañando la superficie lánguida e infértil de su cuerpo. En el océano los grandes monstruos repliegan sus colas; no sonríen, pues no saben nada de sí mismos ni de su enormidad. El mundo azul a veces se vuelve verde. No existe el Hombre y todo está bien.



Ahí, en esa materia sideral desconocida, el tiempo tiene prisa y se detiene un poco, para correr después, más rápido, más poderoso a cada paso que da. Aún no hay conciencia, ni Señor de los Señores, y no importa, el mundo sigue bien. Los árboles se mecen, se mecen, se mecen…



En el instante eterno de estas volteretas, entronizada en la lejanía de las estrellas, una Voz, como una chispa en el vacío dice “¿Quién soy yo?” “¿Quién es este espacio que todo lo gobierna?” Y desde las entrañas de la noche surge un vientre, una dilatación que no detiene su apertura, fuente de luminosidad entre la nada, Madre de los hombres: “Yo Soy”. Y fueron mujer y hombre, hombre y mujer puestos en tierra. Cópula del tiempo y el espacio, memoria elemental de las partículas divinas.



Ah, la invasión, catástrofe de los planetas perdidos. Los ojos se reprodujeron de par en par. El mundo se hizo millones. El verde se volvió gris, y el azul perdió sus monstruos; las sonrisas de los hombres vivificaron el fuego, y la tristeza sus cenizas. Esta tierra se presenta en un Ahora que nos arde en las pestañas y, a partir de esta palabra, el laberinto se extiende por el horizonte.



Hombres y mujeres, en el tiempo que transcurre bajo sus propias pisadas, se convierten en nosotros. Este tiempo. Mujeres. Hombres. Nosotros. Ojo del presente, la medida de la percepción. Plural y singular en una sola forma redonda. La tierra pare sus hijos y los enseña a andar sobre sus territorios. Ahora sola mujer. Hoy solo hombre. Somos un siempre principio, somos un siempre final. Ante la vida, la ceniza. Junto a la calavera, los niños:



Una mujer busca entre las calles de una ciudad desvanecida, la ruta de su regreso. “Aquí me quedé”, piensa… y anda sobre el laberinto. Los cuernos de la ironía se carcajean, mientras ella desespera. Vuelve sus pasos. Medita. Las construcciones se tuercen y la mueca recupera su conciencia. La mujer, confundida, hace la señal. “Transporte”, dice un vehículo blanco. Ella no se fía, pero finalmente sube. “Voy a San Jesús, al otro lado del camino”. En su destino, al apearse, la iglesia del bautizo en su recuerdo. “Madre de Dios, qué estoy haciendo aquí”. La puerta es alta. Una vieja oculta tras la sombra su oración arcaica, mientras la mujer repite, sin saber, la misma letanía. “¿Quién eres tú?” La mirada blanca. El libro antiguo. Las manos lunariegas. Luz al centro de la tenebrosa nave. No más temor, no más nada. No hay transporte en este pueblo.



Un hombre, al centro de un cráter vacío, tira de la corteza de un árbol gigantesco y muerto. Un metal, aún brillante, surge entre la piel del tronco y su savia endurecida. La inscripción grita por sí sola el sentido de las cosas, de todas las oscuridades y todas las razones luminosas. “Halen más fuerte”, grita a los otros hombres, pero en su entorno no hay nada, ni hombres, ni volcanes. Sólo cráter, árbol, hombre e inscripción. La fuerza de sus manos arrancan una placa brillante del tronco que ahora despierta. Tiempo de retorno. Vuelta. Un gemido terrible. Un filo de machete se sumerge sobre la superficie de la tierra y el dolor se extiende como ondas sobre el mar.



Sobre la angustia del mundo, una flor, en el centro de la nada, renace ante un ojo sorprendido. La cola de los monstruos de mar vuelve a su ritmo. La cauda del tiempo recoge sus pestañas.