lundi 11 janvier 2010

El despertar de Tonga

Te diste el tiempo de sitiarme y tomaste mi libertad, a sorbos desesperados. Ah, bestiecilla del fuego, ahora despierto aquí, en la orilla de este río infernal a donde me has traído para desatar mis manos y dejarme escapar…


Siempre lejos del cráter, los colimenses hemos visto crecer la piedra ardiente como si fuera una hija. No le tenemos miedo. Sólo aquellos débiles de espíritu se alarman cuando escuchan los rumores de la destrucción venidera; sin embargo aquí seguimos. No nos es ajeno un día en la vida -sea de mañana o tarde, siempre con la claridad bondadosa del sol-, en que miramos -alta como el cielo- esa columna boreal de escoria y humo que anunciaba profunda e incandescente la catástrofe esperada; y no le tuvimos miedo entonces, tampoco. Contrariamente salimos a los balcones, fuimos a las poblaciones cercanas y tomamos fotografías para el recuerdo y la anécdota.








Sólo la pesada ceniza que llovió después sobre la ciudad nos sacó de nuestros quicios. Convertida en un pegoste duro en los resumideros, en las cañerías y en los tejados, se quedó rígida como la memoria de un abuelo que no se cansa de contar historias aprendidas al pie de una fogata arcaica, sumergido en la oscuridad nocturna de aquel tiempo en que todo eran palabras -destino infinito de los hombres-.




Causa un tanto de ternura el temor de quienes sienten el mundo de sus ojos como el único equilibrio. Aquéllos que al llegar a cualquier sitio se ubican por instinto en el lugar más cercano a la salida de emergencia, y contando a las personas que dentro pudieran entrar en pánico, deciden de una vez a quién socorrerán primero en un caso de sismo o explosión desastrosa. Héroes que sin mayor poder que su imaginación salen victoriosos ante cualquier peligro natural que pueda acechar por tierra y aire -terribles elementos rectores del estado de sitio en que se desarrolla la historia de nuestra existencia-.



Y aún así aquí estamos, al borde de la muerte colectiva que se anuncia en los encabezados de la prensa; al pie de la tormenta de fuego que pronto ha de caer sobre nuestras cabezas. Ensortijamos nuestros sueños malditos todas las mañanas, lanzándolos después por la ventana como proyectiles de lo alto hasta el jardín y las calles. En ese afán de creer que estamos al final del mundo, las montañas crujientes y los alaridos del viento en el invierno nos sirven de pretexto para dramatizar la vida y la tranquilidad con que la tierra se renueva sin saberlo, y sin necesitar saberlo.
Llaima, Popocatépetl, Tonga, Galeras, Redoubt, Paricutín, Merapi, todos son colegas de Colima en latitudes diversas y altitudes angustiosas. Cubiertos de nieve y fuego, o de ácidas arenas y vapores; ardiendo bajo del mar, al pie de una gran fosa marina o como gran recipiente de un lago de la muerte… estos respiraderos del abismo han penetrado en la memoria de todos los vivos que pueblan esta tierra. Los dragones inconscientes buscan apoderarse del temor y hacen crujir el mar y toda ola se levanta en los océanos y toda oscuridad se incendia en el reino de las almohadas y el llanto.














Cuando el despertar de Tonga y la furia de Galeras, cuando la voracidad de Paricutín y la savia destructiva de Merapi, cuando la gran nube mortal de Popocatépetl y las volutas celestinas de Llaima, cuando el gigante monte de Redoubt derribe el cielo, Colima saldrá también de su silencio, y un cántico de destrucción podrá entenderse desde el lejano vacío que observa la redondez de la tierra. Será entonces el momento de los héroes aplastados por la gran masa de la verdad.
Sin embargo aquí, a nada podemos tenerle miedo.
(*Las fotos llegaron de correo en correo, a mi bandeja de entrada, y desconozco el nombre del fotógrafo afortunado que las tomó y las difundió)