vendredi 12 février 2010

La redención del niño envuelto

Tengo sed de sangre, soy tu corazón

Sentado en una colina de yerbas reverdecientes, el pequeño Solín miraba pacer las vacas a medio tiro de piedra. Era un niño pensando en el silencio, tratando de escuchar la lejanía; un niño envuelto en el calor que se levanta de la tierra en temporada de pólenes al aire. Cuando tenía una idea, la sonrisa de observador infantil se dibujaba despacito en la comisura de sus labios de dragón (signo chino que le fue negado). Nunca esperó recibir ninguna epifanía a través de las imágenes vacunas; eran ellas mismas la revelación de su secreto. Así pasaba las tardes cuando no tenía deberes y el regaño de la madre no le podía alcanzar.

Con apenas cinco años y medio, Solín era un jovencito libre, de pies cortos y pensamientos largos y deformes. Sus padres construyeron en su entorno una muralla de papel que nunca se atrevió a cruzar por propia voluntad. No tenía idea de lo que dice pobreza, pues sólo sabía sobre las mieles del contrario. Lejos estaba entonces de conocer el odio. La tristeza y las lágrimas vinieron a sus ojos una vez, a fuerza de imaginar la madre muerta. En aquel momento ése era su único temblor.

Sí, Solín asimiló la muerte en los potreros, donde los semovientes de ojo oscuro rumiaban de pie, junto al esqueleto de sus semejantes venidos a podredumbre y tábanos zumbando. Un animal va desapareciendo de la superficie de la tierra poco a poco, mientras todos los demás (pájaros, mayates, moscas, perros o coyotes) recogen un trozo de su cuerpo y se lo tragan en un acto de profundo amor. Solín los había visto. “Cuando muera mi mamá, seré yo quien coma la primera parte”, pensaba el pequeño, con los ojos llenos de dolor; “luego dejaré que los demás escojan un pedacito, el que ellos quieran. Pero su cabeza se quedará conmigo para siempre… y cuando yo sea grande y un día me muera, quiero que me echen al río con la cabeza de mi madre amarrada a un hilo”.



De su padre nunca pensó que se fuera a morir, y fue el primero que lo hizo. Un día recibió el disparo de un caporal enfurecido. La madre de Solín lloraba a gritos; los hombres de la hacienda salieron a la busca del infame; la familia se encargó del cadáver y palabras para los que exigían explicaciones. Del cuerpo de su padre Solín no pudo comerse ni un pedazo; su abuela (materna) se ocupó de explicarle que desde ese día la casa de sus tíos sería su nuevo hogar, en la ciudad oscura, donde las calles son de humo y no hay potreros. “El doctor le recetó a mamá salir de viaje para descansar”, no había de qué preocuparse, “pronto las cosas volverán a ser como antes, pero sin papá”. La mujer lloraba mientras el niño pensaba en el silencio.
Durante varios días no pudo cerrar los ojos. El cuerpo muerto de su padre estaba a tantos kilómetros de ahí, con tantas toneladas de tierra encima y un sello inviolable de cemento en el que podían leerse algunos nombres. Junto a la tumba la familia (paterna) sembró un rosal del que brotaba carne viva.

Cuando la madre de Solín volvió del viaje, meses después, el pequeño pisó el cementerio por primera vez. “¿Por qué no nos comimos a papá?” preguntó el niño a su madre. Ésta no respondía nada, sólo miraba con ojos de estupor la figura de su pequeño retoño que lanzaba su pregunta, y la miraba abierto como un cáliz. Debajo de la tierra crepitaban los gusanos, y las raíces del rosal se estiraban hasta las puertas del cielo. Sin pensar, la madre cortó una rosa como sangre y la extendió hasta las manos de Solín, quien la tomó tembloroso, abriendo lentamente sus labios de dragón.