dimanche 6 août 2017

Para Víctor Manuel Cárdenas Morales (el poeta)


Tuve noticias tuyas.
Te has ido al cielo de los poetas.
La última vez que cruzamos palabra, recibiste manatíes apoteóticos de madrugada.
Manatíes que vistos desde el fondo de las aguas parecían flotar,
mientras el sol a sus espaldas les daba el esplendor de los santos, los ángeles, las vírgenes, las naves espaciales.
Manatíes en tu celular, a las dos de la mañana.
Soy un inconsciente.
Pero ayer tuve noticias tuyas.
Estabas en el limbo de las musas.
Amado mío. Amigo.
No dije entonces más palabra, ni diré tanto ahora.
Esta distancia que me separó de ti durante estos años es inútil por fin para mi infelicidad.
"No hay más distancias. Nuestro amigo se expandió", dice tu emisaria, la portadora de estas blandas albricias disfrazadas de tu entierro.
Y por supuesto que me queda la frustración de seguir viviendo, lo sé, lo sabes, lo sabemos.
Y las ganas de romper con todo, incluso con la falta de aspiración, de inspiración, de expiración, espiración, respiración y pasar de inmediato a la acción.
Pero me voy contigo, si me llevas.
Aunque seguro no. Que no me llevarás. Ligera tu alma.
La imagino ascendiendo al mediodía y no me cuesta trabajo creer que así es verdad.
Si te digo que te voy a extrañar, ¿qué? Para verte tan seguido como vienen los obispos. Para invitarte a desayunar, a tomar algo y llegar tarde. Para sorprenderte con que aquí estoy. Con que nos vemos. Con que el tiempo solo pasa cuando lo vemos pasar. Y que si no sentimos el tiempo pasar, pues no ha pasado nada. Y sin embargo, en ese no pasar del tiempo estábamos nosotros frente a frente, como si fuésemos a reventar de risa, como si fuésemos a reventar.
¿La última vez?
Mañana.
Alguno de los dos llegará tarde.
Dame noticias pronto.


dimanche 5 février 2017

Que me entierren hondo: Elogio pesimista a una generación

La humanidad ya no es lo que era. (Ese ideal de trascendencia animal.) La noción de globo nos ha convertido en un amasijo fragmentario de personas habitando este planeta en este tiempo, en esta dimensión. Amasijo fragmentario de personas. Sí.
Los mamíferos que ahora leemos; los que consultamos la web, somos solo una parte de la humanidad; nunca seremos la humanidad entera. Y, sin embargo, aun conscientes de ello, actuamos –a veces—como si el universo hubiese dado un salto atrás del modelo copernicano, y fuésemos una bola de espejos en el centro de una discoteca cósmica, alrededor de la cual las estrellas bailaran desenfrenadamente.
En realidad, al Siglo XXI hemos entrado sin una idea práctica de cuántos éramos, ni de dónde veníamos. (¿Quiénes somos? Eso nunca lo sabremos.) Y aunque internet nos sirva para obtener cualquier información (por más recóndita), nunca veremos más allá de nuestras narices.
Integramos una generación denominada occidentalmente como Millennial. Encarnamos la desorientación, el borreguismo (SÍ), la desinformación, y otras queeriosidades. Triunfantes, aquel éxito tan añorado en el Siglo XX, lo remplazamos fácilmente convirtiendo cualquier contenido multimedia en un asunto “viral” de conversación colectiva –lo que sea que esto signifique, tomando en cuenta sesgadamente que la etimología de virus apunta a la toxicidad y no al contagio—.
Nada somos. Pobres citadinos, atados a nuestros aparatejos que nos conectan con el mundo. Nada somos consultando la aplicación del tiempo meteorológico, junto a un rural que conoce el clima por sus nubes. Un jovencito indígena se zambulle en el mar para sacar su almuerzo y nosotros compartimos fotos de nuestro desayuno en Las Adas, Manzanillo (sic).
No tenemos males profundos, al menos no nos damos cuenta de nuestros verdaderos males. El hambre para nosotros es un fenómeno pasajero… Podemos, claro, señalar el Hambre. Y cambiar nuestro estado chistoso por uno altruista. Tenemos acceso a la imagen de los hambrientos, y mirar sus imágenes –y hacerlas mirar a los demás—nos hace sentir tranquilos, más… humanitarios. Aunque luego las fotos de food porn no sosieguen nuestra propia hambre, y tengamos que levantarnos para abrir el refrigerador y comer algo. Prueba de que sí somos capaces de acción.
Firmamos peticiones, pero no tenemos ninguna noción sobre el derecho internacional, ni penal, ni civil, ni animal, etc. Apenas conocemos la existencia de los derechos humanos, ah, pero los defendemos a capa y espada* porque humanos [*arcaísmo]. Somos capaces de radicalizaciones momentáneas a raíz de la lectura de un encabezado dudoso. Hacemos llamaradas en el pajar de los movimientos sociales. Sentimos la rebeldía como se siente la adrenalina, durante un breve, pero suficiente instante. Ni muy muy, ni tan tan. Nos sumamos fácilmente a cualquier causa, porque pertenecemos a una masa dispersa y sin cauce. Nos reunimos por millares una y otra vez… pero en cada ocasión con un hashtag distinto. Queremos ser buenos y defendemos la civilidad, aunque nuestra ignorancia, nuestros objetos de amor, y nuestro humor por determinados objetos sean claros signos de barbarie. Si religiosos, no dudamos en hacer uso de nuestra intolerancia hacia los pecadores. Si pecadores, no dudamos en hacer uso de nuestra intolerancia hacia los religiosos. Burla del árbol caído.
Consuelo de los afligidos es el chiste.
Tampoco llevamos nuestros movimientos hasta el final; porque alguna vez nos pusimos a creer en los finales felices; y por el momento ningún final promete felicidad por mucho tiempo. Nos faltan ideales para dirigir el cañón de las armas regadas por el mundo hacia el verdadero enemigo. Detrás de la pantalla estamos aterrados (jajaja), muertos de miedo (lol); porque no conocemos el mundo por nuestros ojos. Y sin embargo lo habremos visto todo… por internet.
No hay millennial sin pantalla. Somos los habitantes de una democracia empantallada. Entregamos nuestra personalidad a cambio de un perfil. Ahí nos mostramos concienzudamente. Con máscaras al infinito. Y detrás de todas esas máscaras una reducida zona de confort que nos mantiene en silencio. Ejemplo: Una aplicación de móvil nos permite detectar que hay una persona interesante en el mismo vagón del metro, sin que tengamos que levantar la mirada. Ejemplo: El gran hermanoogle nos propone contenidos basados en nuestra frecuencia de búsqueda. Así podemos obtener la nueva edición crítica de “El Capital” y camisetas de “El Che”.
Pero nuestros avatares no cambiarán el mundo. Solo los violentos surgirán de ese clamor virtual, para romperlo todo. Y desde el teléfono, desde el ordenador, desde nuestras gafas conectadas a la red, veremos a los violentos arrebatarnos –otra vez—el mundo. Y quizá tomemos alguna fotografía, algún vídeo, y lo subamos al feis para forrarnos de me gusta, con un eventual debate en el desfile de comentarios fugaces e intrascendentes.
¡Ah! La fugacidad de todos los discursos.
¡Ah! La velocidad de los memes.
¡Ah! La caducidad de la memoria.
¡Ah! La banalidad de la violencia.
¡Ah! La facilidad de radicalización espontánea.
¡Ah! Lo efímero ¡Ah! nos arrebata ¡Ah! lo más humano ¡Ah! de nosotros.
¡Ah! Las flores volverán.
¡Ah! Y nosotros les tomaremos fotos.
¡Ah! El verano llegará.
¡Ah! Durante millones de años el verano llegará.
¡Ah! Pero nuestros perfiles desaparecerán.
¡Ah! Para siempre nuestros perfiles desaparecerán.
***
Sumergidos. La cabeza clavada en otra parte. Nos estrellaremos con el destino y seguiremos caminando sin mirar… hacia el abismo.
Me contaron que un sujeto dijo en broma, por la radio, más o menos lo siguiente:
“Que me envuelvan desnudo en una piel de oso, cuando yo muera. Que me entierren parado, muy profundo, en medio de la nada. Hondo, muy hondo, en una tumba honda como el origen del mundo. No quiero que dentro de 1000000 años los arqueólogos extraterrestres del futuro me vinculen con esta estúpida generación.”
Me dio tanta risa que lloré.
Pero diréis vosotros que mi pesimismo no deja pie a la esperanza.
Os digo, os digo:
Ojalá mi paranoia se equivoque. Ojalá sea verdad que de esta masa informe surgirá aquel mundo justo y vigilante que soñamos. Ojalá que los objetos dejen de poseernos algún día y volvamos gozosos a respirar el aire del invierno (con sentido). Ojalá que de esta larga noche nazca un sol divino.

Amén.

samedi 21 janvier 2017

Señales del fin

Primera entrega de "Abduzco* luego sé"

El fin del mundo llegó a este siglo como llega una feria a los poblados, como un circo, como aquel cine itinerante que de rancho en rancho proyectaba películas como si fueran verdad; algo así como llegaron los gitanos a Macondo, trayendo consigo las señales probatorias de que el progreso existe, e instalando a su vez, con espectacular demostración, un catastrófico acostumbramiento general a la inmovilidad, una cuasi simpatía con el fracaso.
Este siglo tiene ya edad para soñar, para hacer planes y demostrarse autónomo en muchas de sus obligaciones. Sí… para quienes no lo saben, un siglo tiene obligaciones de toda índole:
Debe, por un lado y por ejemplo, asegurar que la historia dé un vuelco irremediable… la historia de la humanidad, por supuesto. Un vuelco que lo defina como siglo, por encima de los demás siglos. Un siglo debe ganarse su mayúscula inicial y poner en la balanza su número romano.
Así, el Siglo I se reconocerá por sus mitológicas cruces; el Siglo V por la persecución imperial de todas las ciencias “ocultas”. El Siglo X será marcado por la espera del primer fin del mundo cristiano, y el Siglo XI como el primer renacimiento en medio de las pestes. El Siglo XVI será conocido como el siglo de la Utopía y el Caníbal; el Siglo XVIII será por supuesto el de las luces. El Siglo XIX definirá el gran despertar industrial, socialista e independentista; mientras que el Siglo XX será mundialmente reconocido por su cocacola. ¿Será pues el Siglo XXI marcado para siempre por las caritas de perro suministradas al universo por esnapchat? Esperemos que madure el muchacho…
Otra gran obligación de un siglo cualquiera es portar en sus años un desarrollo coherente de la evolución científica. Desde el descubrimiento de las formas regulares en la naturaleza, su reproducción esquemática y la invención de estructuras geométricas y ensamblajes… hasta las conjeturas sobre el átomo y sus partículas elementales, la fabricación de los relojes cuánticos, la geolocalización por satélite y la “navegación” territorial asistida, a partir de un aparato portátil accesible para toda clase media.
Cada siglo carga pues consigo un vuelco histórico y una evolución científica. Así mismo, todas las artes humanas y todas las religiones y creencias de la misma calaña despliegan ante los siglos que transcurren una larguísima lista de deseos y expectativas.
Pero existen algunas constantes, que siglo tras siglo se repiten, como las olas se repiten contra los peñascos. Entre esas constantes hallaremos la particular espera de que el mundo “se acabe”, de que la historia llegue a su fin, de que el tiempo se detenga… Un fenómeno manifiesto colectivamente por primera vez en Europa durante el Siglo X (cuando la masa campesina aterrorizada por los monjes esperaba febril el año 1000), pero que encuentra su fuente en una de las culturas hebreas contemporáneas de Herodes Antipas, los Esenios. Estos creían que el tiempo llegaría a su fin; que el transcurso de la existencia material habría de detenerse durante mil años, un día, dentro de mil años… aunque cabía la posibilidad de que estos últimos mil años se estuviesen cumpliendo en este mismo instante.
Si buscamos más lejos, por supuesto, encontraremos referencias amenazantes al orden de la vida en el poema de Gilgamesh. Pero ¿qué sentimiento humano no se encuentra en latencia dentro de aquel poema inmortal?
El pensamiento más profundo y la ciencia más compleja se han formulado este problema tanto como la tendencia más superficial y la conversación más anodina.
El fin del mundo está a la puerta y llama.
Este siglo, más intensamente que el siglo XI, fue recibido con todo el miedo colectivo que nunca antes fuese reunido. En todo rincón habitado de lo que llamamos planeta, al menos una decena de personas esperaba ver en el cielo las señales del final, la noche del 31 de diciembre del 1999 (sic). Así, bajo esa lente, vimos caer las torres gemelas, vimos a los genios de la lámpara sumergirse en el caos democrático forzado, vimos llegar a nuestra casa la pantalla táctil, y el acortamiento de las distancias dejó de ser producto de la ciencia ficción para convertirse en un escaipi o una videollamada cualquiera. La transmisión en vivo está al alcance de cualquier dedo, y hasta los adolescentes con cara de perro pueden obtener (como si se tratase de una fortuna o de aplausos al artista) miles de laics en cuestión de minutos con solo repetir la frase carente de trascendencia del momento.
“El fin del mundo se acerca ya”.
(Repita usted en voz alta esta frase. Verá cómo todo cobra su natural sinsentido.)
No hay causa triunfante, todo es tan lícito que nada nos conviene. Celebramos con nuestro morbo la conspiración rampante. Y nos unimos al canto dulce de la paranoia general que reina en este siglo, sin más… así nomás. Y no hacemos nada, porque tampoco sentimos la obligación y mucho menos el poder de hacer cualquier cosa que sea.
“Saqueo” significará llegar con saco a algún lugar dotado de bienes de toda índole, con la irrefrenable intención de robar lo más posible. Y la polisemia nos sacará los ojos.
La bestia (no sabemos desde cuándo) gobierna este mundo y su reino quizá dure un poquito más que aquellos primitivos mil años que para los esenios representaban una eternidad. En serio… si tenemos en cuenta que la humanidad con su memoria inmensa se ha convertido en una bestia incontrolable, entenderemos mejor que un jovencito que –de paseo por Pátzcuaro—elija una cafetería en los portales bajo el simple criterio de que haya guayfay sea, en sí mismo, la encarnación de una señal del fin.
Y dejemos a un lado las caritas de perro y los filtros de ínstagram y distintivos de equipos de fútbol y automóviles en las fundas del celular. Dejemos a un lado la victoria democrática de la estupidez y las actualizaciones infinitas de estado y foto de perfil. Mantengámonos al margen del flujo de datos y la conexión telefónica en casa más necesaria que la leche y el gas; ignoremos que la voz “no hay internet” sea más dramática que “no hay paz”, “no hay justicia”, “ya no hay agua”, “no hay papel”. Bobadas.
Cierre usted los ojos. Piense en el final.
He aquí unas señales que puedo percibir desde mi zona de confort, en este Siglo XXI en que me tocó vivir:
·         Un niño jugando a matar policías y civiles, robar, violar y destruir, con un control remoto en mano, delante de un televisor de cien pulgadas (ya no se trata del palo de las cavernas, ni de aquel buen fusil de juguete que permitía al menos echar a volar la imaginación).
·         Hemos visto crecer y crecemos junto a una generación sin asideros culturales que define su identidad por “las marcas que más te gustan”, “las gaseosas que más tomas” y “las series que te descargas”.
·         El choque intergeneracional se basa en la disputa del concepto de “rock” y las maneras de vestir y de ligar.
·         La discriminación rampante se disfraza de humor negro (Ver: chairo, kevin, brayan, lady, lord…), y pronto toleraremos el exterminio de los demonizados.
·         Aquella frase “si no estás en google, no existes” se ha convertido en una regla tal que el gran hermano la tiene chiquita…
·         Y claro, a nadie le preocupa el fin del mundo… porque ya estamos en él y ¡no pasa nada!

We are the world.
Notre fin est arrivée.

(El autor no se hace responsable de los contenidos desordenados que su paranoia le dicte para escribir esta columna.)




* Todas las acepciones ofrecidas por la RAE son inconsecuentes si usted trata de explicarse a partir de ellas el uso de este verbo en el intitulado fijo de esta columna.