Un
fantasma se pasea por las ciudades, pueblos y caminos todos. Es el
fantasma de nuestra neurosis colectiva. Es el miedo nuestro de la
muerte, y el horror de que su mala vecindad nos dure para siempre.
Josué Solís
Hernández
(Este
texto es una ficción; su fuente no)
El polo norte se
pasó para acá desde hace muchos años. Por aquí vive, por la
garita de Otay. El mundo a partir de este lugar está dividido en
dos: Arriba y Abajo. No importa si la mayoría del tiempo está
haciendo un calorcito del demonio, el polo norte es aquí para todos
los que vienen de Abajo; aunque a los que están Arriba este pedazo
de frontera les parezca más bien un polo sur –el más cercano—para
divertirse. Por aquí hemos visto pasar a los chinos traficando
extractos de flores y yerbas aromáticas, y a todos los indios y
migrantes lejanos que buscan un rinconcito allá arriba donde valer
más que unos costales de maíz. Vaya que hemos visto pasar gente.
Gente bien norteada, a veces, que no se ha dado cuenta de que está
en el punto más alto de los nortes y quieren darle más allá, y más
allá se van, por vía de la Juventud. Aparte hay otros muy vivales,
muy acelerados con eso que trafican; empistolados en sus
camionetonas, y que a la menor provocación tiran balazos. No sin
razón les llaman enervantes a esos cristalitos y a esos polvos que
ellos usan; justamente, andan enervados, como si se los estuviera
llevando el diablo. Pero no es otra cosa sino miedo, lo que llevan
encima; han de sentir muy de cerca a la huesuda, para que anden
repartiendo balas como si fueran dulces. Ah, cómo se ha llenado
últimamente de acelerados y acelerones, de coches robados y de
balazos sin sentido y para todas partes. Cómo hemos visto pasar las
balas. De policías y de ladrones; de todos los calibres; de todos
los colores: negras, azules, verdes... Hace mucho que dejamos de
decirle “adiós” a los de las balas verdes, y de preguntarle a
los de las azules alguna dirección, alguna seña. Y no por nada,
pero ya son pocos los que levantan la mano para preguntar cualquier
cosa; ni los niños en la escuela que no hicieron la tarea se quedan
tan quietecitos como la raza de a pie cuando vemos una camioneta
paseándose por ahí, color que sea. Aquí la única tarea que todos
sabemos hacer es la de no meternos con nadie, ni adonde no nos han
llamado. Ya vimos la valentía de muchos convertida en un charco de
sangre, y a los asesinos muy campantes. Mejor mirar el suelo y
caminar para otra parte; no vaya a ser. O hacerse el distraído con
un avión que va llegando y otro que se va; con esas ganas de salir
volando también de este lugar en donde todo el mundo está de paso,
menos nosotros, que quedamos vivos. Hace rato, para no ir muy lejos,
por el barrio de las escuelas; estaba yo comprando una paleta de
hielo para quitarme el calor, a un carretonero de Helados La Polar,
en la esquina de correos, cuando pasó una camioneta a toda
velocidad. Nada más escuché un golpe, un frenazo y la gritería de
un muchacho levantándose del suelo, diciendo que más cuidado, que
se fijaran por dónde chingados pasaban, y maldiciendo enfurecido por
la confusión de haber sido atropellado. Era de día y no había
nubes en el cielo, pero cuando la muerte pasa por un costado todo se
pone oscuro y se sienten palpitaciones cavernosas, aleteos y zumbidos
como de abejorros o tábanos gigantes. Yo no vi nada, la verdad.
Nadie miró para allá, según dijeron después. Los ojos del
carretonero se cerraron, igual que las ventanas. Yo sentí como una
nube negra que me envolvía cuando sonaban los disparos, y –ya sé
que no me vas a creer, pero—clarito escuché una voz triste y
eléctrica, como de una muerta, que me decía: Heme
aquí, ya al final, y todavía no sé qué cara le daré a la muerte.
El acelerón de la camioneta me sacó del trance, como si se corriera
una cortina durante un truco de magia y apareciera, nomás, el cuerpo
tirado de un hombre y una bici retorcida, donde antes había un
muchacho en bicicleta. La paleta de hielo se me estaba derritiendo
entre los dedos. Poco a poco volvió la luz del sol. Poco a poco se
fueron abriendo las ventanas.
“16/02/2014.
Tijuana, Baja California.
Un hombre en bicicleta no
identificado fue arrollado, para luego ser asesinado a tiros por
el conductor de la misma camioneta que lo arrolló; a un lado de la
primaria Otto Murillo, sobre la calle Rosario Castellanos, delegación
de Otay.”