La
vida es caprichosa. La muerte, en cambio, no pide demasiado. Y aunque
siempre valdremos más los vivos, por una sola razón; la cantidad de
muertos en la historia del mundo es más o menos inconmensurable, y
esa condición los coloca por encima de todos los demás. Hasta el
paraíso está poblado de muertos. La Humanidad sostiene su mayúscula
inicial con la memoria, que comienza con eme, de Muerte. Nosotros los
vivos –en este tornillo sin fin que es el presente—estamos
condenados a morir; y es quizá esa muerte prometida la fuente de
nuestra dicha fugaz. Lo que no quita lo caprichoso de la vida, y lo
intrincado, lo paranoicamente intrincado de su proceder. Hace trece
años, en los portales de Colima, me tomé un café con Rubén
Martínez y Nelson Simón. Fue la única ocasión. No sé quién de
los tres recordará mejor aquella tarde, quizá sea yo. Tenía 17
años y en mi afán de hacerme notar, ante dos personas que me
parecían enormidades, aproveché la primera ocasión que me vino
para decir que yo no tenía prisa por convertirme en escritor. Que
sabía muy bien, como que existía la palabra destino, que aquello
terminaría por sucederme tarde que temprano, pero que no llevaba
ninguna urgencia. “Si García Márquez escribió su primer cuento a
los 18 años, dije, tengo por lo menos un año de colchón”. Mis
interlocutores estallaron en carcajadas. Nueve años más tarde,
sería Álvaro Mutis, el mejor amigo de Gabo,
quien me aconsejaría que considerara muy bien que –si el tiempo no
existe—nadie tiene tiempo, no tenemos tiempo, y más valdría no
dejar las cosas para después –ya que no hay después—. No fuera
a ser que en menos de un chistar amaneciera yo viejo y atacado de san
vito, como él; u olvidadizo y cagado en los pantalones, como otros.
No fuera a ser que la mejor línea de nuestro discurso se perdiera en
el antojo de un vasito de coñac. O peor aún, que un día
amaneciéramos muertos, simplemente muertos, pero conscientes de que
no hicimos lo suficiente, y que esa terrible conciencia fuera nuestro
infierno. Para entonces ya había visto yo en la FIL, sentados en una
misma mesa, a Carlos Fuentes, a Gabriel García Márquez y a José
Saramago. Había pasado junto a ellos. Había hecho contacto visual
con Fuentes, pero nada tenía yo que decirle y pasé de largo,
nervioso y frustrado. Hace un año, 2013, perdido en el cementerio de
Montparnasse, París, en uno de los patios circulares, di con la
tumba de Fuentes y esta vez sí que le hablé. Le dije muchas cosas.
Pero noté que su placa de mármol solo tenía grabado el año de
nacimiento, no el de su muerte. Fuentes, enterrado ahí, no había
terminado de morir. En aquel funesto paseo también encontré la
tumba de Cortázar, llena de flores y besos y pequeñas piedrecillas
en guisa de ofrendas a Rayuela.
Hallé la tumba de Baudelaire, sepultado en el mismo sitio que su
madre y su padrastro. No lloré, pero me llené de angustia. En
septiembre de ese mismo año murió Mutis. Yo estaba de paso por
Colima y tuve noticia de su partida por las páginas del Diario.
Hacía mucho que don Álvaro ya no escribía ni siquiera postales.
Estaba encerrado en su tristeza, en su delirio, en su terremoto
interior. Supe entonces que no tardaría en morirse Gabo,
igual que mueren los periquitos australianos, nomás de sentirse
solos. No tardaría en llegarle el turno a José Emilio Pacheco, como
le llegó también a Saramago un día, y a Bolaño y a Borges y a
Rulfo y a Revueltas y a Arreola y a Castellanos y a Mistral y a Paz y
a Sábato y a Benedetti... Durante la semana santa de este 2014
realicé la tarea de contar muertos por violencia para la ONG “Menos
días aquí”, y un caso llamó mi atención: En Morelia dos grupos
de policías se agarraron a balazos; hubo dos muertos. Uno de ellos
quedó tirado sobre la calle Escritor Humanista. Esto sucedió un día
después de la muerte de Gabriel García Márquez, y me di cuenta de
que el realismo mágico no había terminado de agonizar. Dos días
más tarde moriría Emmanuel Carballo, y su muerte me llevaría al
recuerdo de una de sus charlas en la Facultad de Letras de la Ucol.
Estamos en medio del torbellino de la muerte, pensé. Ahora sí que
como dijo Pedro Páramo: “Todos escogen el mismo camino. Todos se
van.” Alguien entre tanto periodista dijo que la literatura
latinoamericana había quedado huérfana. Queda como su padrastro
Mario Vargas Llosa, pero un “buendía” también se va morir. Como
se morirán Juan Villoro y Jorge Volpi. Como se morirán Víctor
Manuel Cárdenas y Gloria Vergara. Como se morirán Eduardo Galeano y
Homero Aridjis. Como se morirán Elena Poniatowska y Nicanor Parra y
todos los poetas del mundo sentirán la asfixia y quizá mueran
también y en una misma expiración. Como se morirán Rubén Martínez
y Nelson Simón. Como me moriré yo, quizá mucho antes de terminar
de escribir la última línea de mi primer discurso. Mientras tanto,
lo que realmente nos queda es este realismo irónico, este realismo
trágico: La terrible conciencia de sabernos vivos, sin tiempo y con
mucho por hacer.
vendredi 25 avril 2014
lundi 21 avril 2014
Hay una larga cola de personas desaparecidas, esperando aparecer. No se fueron de aquí por una idea, no se fueron buscando ningún querer. Alguien se los llevó para divertirse, alguien se los llevó para hacerlos padecer. La ausencia de los que ya no están es amiga de la angustia de los que se quedaron.
También hay una larga fila de personas que esperan que los desaparecidos vuelvan. Están ahí, esperando su turno de verlos regresar. Y mientras hacen cola también buscan, en los anfiteatros, en las tumbas, en las calles, en los montones de huesos.
Este infierno es un país de paz, dice el pequeño dictador, con su cara de galán.
Los gritos de los descuartizados no se escuchan. Más fuerte, griten más fuerte..
Y los cañaverales, los maizales, las barrancas, no son lo suficientemente acústicos para propagar el grito. Y solo queda el olor chillante de la muerte y el frenesí de los buitres. Solo quedan las bolsas de plástico abandonadas con trozos de un desaparecido más que no podrá volver.
Y la fila se hace más larga. Y la gente pierde su lugar y tiene que formarse de nuevo.
Se acabaron las despensas. Están regalando muerte.
También hay una larga fila de personas que esperan que los desaparecidos vuelvan. Están ahí, esperando su turno de verlos regresar. Y mientras hacen cola también buscan, en los anfiteatros, en las tumbas, en las calles, en los montones de huesos.
Este infierno es un país de paz, dice el pequeño dictador, con su cara de galán.
Los gritos de los descuartizados no se escuchan. Más fuerte, griten más fuerte..
Y los cañaverales, los maizales, las barrancas, no son lo suficientemente acústicos para propagar el grito. Y solo queda el olor chillante de la muerte y el frenesí de los buitres. Solo quedan las bolsas de plástico abandonadas con trozos de un desaparecido más que no podrá volver.
Y la fila se hace más larga. Y la gente pierde su lugar y tiene que formarse de nuevo.
Se acabaron las despensas. Están regalando muerte.
dimanche 6 avril 2014
Las mil cabezas
La
última imagen que me llevaré del mundo serán los ojillos furiosos
de la hidra.
Josué
Solís Hernández
(Este
texto es una ficción; su fuente no)
Estaba
preparándose para arreglar un clutch. Su cuerpo tendido sobre
periódicos reposaba en las baldosas. Su cama de papeles rebasaba las
dimensiones del automóvil en reparación. Dos gatos hidráulicos
levantaban la carrocería, suspendida ligeramente de costado. El
mecánico había desmontado la mayor parte de las piezas que le no lo
dejaban dar con el diafragma de las velocidades; había ido y venido,
buscando una llave que no estaba en su lugar; se había vuelto a
meter debajo del jodido carcamán; había silbado, peído, sorbido y
vuelto a silbar. Echado en el suelo, peleando a mano limpia con la
mugre encostrada bajo el coche, embadurnaba de negro algunos papeles
de la prensa.
Si el carro fuera transparente, podríamos imaginar al sujeto bocarriba, sobre una sarta de titulares vampirescos. A diestra papeles grasientos y arrugados, a siniestra la herramienta, el teléfono celular a la altura del cráneo, dos llamadas perdidas. Alrededor de él, como si lo asediaran –una sola carne con el papel—las cabezas de primera plana gritando en silencio bajo las cansadas articulaciones del automóvil desmembrado. Letras negras para notas rojas, letras rojas para notas negras. Palabras exclamativas imágenes. Frases cortas seguidas de párrafos interminables. Alarma voraz, corredor amarillo de la muerte, imagen de mujer y semejanza de hombre. Bífido lenguaje del horror y la lujuria:
“Carambola mortal” Tres muertos, quince personas heridas y enormes daños materiales por accidente en Autopista del Sol. Una larga fila zigzagueante de automóviles y tractocamiones sobre el asfalto. Hay humo. Las personas parecen moverse. La luz roja de las sirenas emite un haz permanente sobre sus rostros, que solo denotan miseria y angustia. Niños lloran. Aparece la noche. “Chichilopochtli” Se le para el tráfico a Benito Juárez. Ataviada con penacho de águila y faisán, un taparrabos y un pequeño pectoral que deja una buena parte de sus senos al descubierto, una joven modelo posa en medio de un cruce peatonal, frente al Hemiciclo a Juárez. Ciudad de México. “¡1 de sesos y 2 de moronga!” En un puesto de tacos le propinan tres tiros y muere sin pagar. Con medio cuerpo sobre la acera yace un hombre bocabajo; su camiseta a cuadros azules con finas rayas blancas está impregnada de sangre; de su cráneo brota un líquido rojo espeso. A unos centímetros del cuerpo yace también un plato de plástico verde envuelto en una bolsa de plástico transparente; debajo del objeto se alcanza a distinguir material comestible, al parecer un taco. “Se lo come todo” Allison, la conejita del mes, festeja su cumpleaños con una apetitosa sesión de fotos. Una voluptuosa mujer posa gestualmente lúbrica delante de un pastel de chocolate. Sus ojos miran al vacío, pero el vacío parece estar en el centro de sus ojos. Hay una mancha color café oscuro en la comisura de sus labios que no pasa desapercibida; al pastel le falta una buena parte. “Le dan chicharron al árabe” Narcomenudista extranjero muere calcinado en su automóvil. Entre fierros retorcidos, un carbón antropomórfico despide vapores funestos. Cerca del vehículo, tres bomberos observan desolados. Han apagado el fuego; ya no queda nada. “¡Quieren carnita!” Las sextrellas de la expo-sexo causan furor. Una mujer vestida con tacones y tanga posa en cuclillas apenas a unos centímetros de las manos de un público masculino que se esfuerza por tocarla. Cientos de teléfonos móviles la miran.
De golpe, como si pretendieran desnudarlo, unos flashazos blanquísimos penetran violentamente el cuerpo del mecánico. Sobre los periódicos grasientos corre una tinta lúgubre y oscura que se extiende lentamente, alimentando los espacios en blanco. Inmóvil ahí, aún caliente, su imagen es reproducida por la prensa a la mañana siguiente: “Enclochado” Ejecutan a un mecánico mientras reparaba el embrague de un automóvil. Debajo de un sucio armazón, el cadáver reposa a ras del suelo, encima de unos papeles que parecieran devorarlo.
“27/03/2014.
Tapachula, Chiapas. Asesinan de dos impactos de bala a un sujeto
dentro de un taller mecánico denominado El Universal, ubicado
en la calle Chabacanos entre Tabachines y Palmas, en la colonia
Laureles.”
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