vendredi 25 avril 2014

Las hojas caídas del paraíso

La vida es caprichosa. La muerte, en cambio, no pide demasiado. Y aunque siempre valdremos más los vivos, por una sola razón; la cantidad de muertos en la historia del mundo es más o menos inconmensurable, y esa condición los coloca por encima de todos los demás. Hasta el paraíso está poblado de muertos. La Humanidad sostiene su mayúscula inicial con la memoria, que comienza con eme, de Muerte. Nosotros los vivos –en este tornillo sin fin que es el presente—estamos condenados a morir; y es quizá esa muerte prometida la fuente de nuestra dicha fugaz. Lo que no quita lo caprichoso de la vida, y lo intrincado, lo paranoicamente intrincado de su proceder. Hace trece años, en los portales de Colima, me tomé un café con Rubén Martínez y Nelson Simón. Fue la única ocasión. No sé quién de los tres recordará mejor aquella tarde, quizá sea yo. Tenía 17 años y en mi afán de hacerme notar, ante dos personas que me parecían enormidades, aproveché la primera ocasión que me vino para decir que yo no tenía prisa por convertirme en escritor. Que sabía muy bien, como que existía la palabra destino, que aquello terminaría por sucederme tarde que temprano, pero que no llevaba ninguna urgencia. “Si García Márquez escribió su primer cuento a los 18 años, dije, tengo por lo menos un año de colchón”. Mis interlocutores estallaron en carcajadas. Nueve años más tarde, sería Álvaro Mutis, el mejor amigo de Gabo, quien me aconsejaría que considerara muy bien que –si el tiempo no existe—nadie tiene tiempo, no tenemos tiempo, y más valdría no dejar las cosas para después –ya que no hay después—. No fuera a ser que en menos de un chistar amaneciera yo viejo y atacado de san vito, como él; u olvidadizo y cagado en los pantalones, como otros. No fuera a ser que la mejor línea de nuestro discurso se perdiera en el antojo de un vasito de coñac. O peor aún, que un día amaneciéramos muertos, simplemente muertos, pero conscientes de que no hicimos lo suficiente, y que esa terrible conciencia fuera nuestro infierno. Para entonces ya había visto yo en la FIL, sentados en una misma mesa, a Carlos Fuentes, a Gabriel García Márquez y a José Saramago. Había pasado junto a ellos. Había hecho contacto visual con Fuentes, pero nada tenía yo que decirle y pasé de largo, nervioso y frustrado. Hace un año, 2013, perdido en el cementerio de Montparnasse, París, en uno de los patios circulares, di con la tumba de Fuentes y esta vez sí que le hablé. Le dije muchas cosas. Pero noté que su placa de mármol solo tenía grabado el año de nacimiento, no el de su muerte. Fuentes, enterrado ahí, no había terminado de morir. En aquel funesto paseo también encontré la tumba de Cortázar, llena de flores y besos y pequeñas piedrecillas en guisa de ofrendas a Rayuela. Hallé la tumba de Baudelaire, sepultado en el mismo sitio que su madre y su padrastro. No lloré, pero me llené de angustia. En septiembre de ese mismo año murió Mutis. Yo estaba de paso por Colima y tuve noticia de su partida por las páginas del Diario. Hacía mucho que don Álvaro ya no escribía ni siquiera postales. Estaba encerrado en su tristeza, en su delirio, en su terremoto interior. Supe entonces que no tardaría en morirse Gabo, igual que mueren los periquitos australianos, nomás de sentirse solos. No tardaría en llegarle el turno a José Emilio Pacheco, como le llegó también a Saramago un día, y a Bolaño y a Borges y a Rulfo y a Revueltas y a Arreola y a Castellanos y a Mistral y a Paz y a Sábato y a Benedetti... Durante la semana santa de este 2014 realicé la tarea de contar muertos por violencia para la ONG “Menos días aquí”, y un caso llamó mi atención: En Morelia dos grupos de policías se agarraron a balazos; hubo dos muertos. Uno de ellos quedó tirado sobre la calle Escritor Humanista. Esto sucedió un día después de la muerte de Gabriel García Márquez, y me di cuenta de que el realismo mágico no había terminado de agonizar. Dos días más tarde moriría Emmanuel Carballo, y su muerte me llevaría al recuerdo de una de sus charlas en la Facultad de Letras de la Ucol. Estamos en medio del torbellino de la muerte, pensé. Ahora sí que como dijo Pedro Páramo: “Todos escogen el mismo camino. Todos se van.” Alguien entre tanto periodista dijo que la literatura latinoamericana había quedado huérfana. Queda como su padrastro Mario Vargas Llosa, pero un “buendía” también se va morir. Como se morirán Juan Villoro y Jorge Volpi. Como se morirán Víctor Manuel Cárdenas y Gloria Vergara. Como se morirán Eduardo Galeano y Homero Aridjis. Como se morirán Elena Poniatowska y Nicanor Parra y todos los poetas del mundo sentirán la asfixia y quizá mueran también y en una misma expiración. Como se morirán Rubén Martínez y Nelson Simón. Como me moriré yo, quizá mucho antes de terminar de escribir la última línea de mi primer discurso. Mientras tanto, lo que realmente nos queda es este realismo irónico, este realismo trágico: La terrible conciencia de sabernos vivos, sin tiempo y con mucho por hacer.

1 commentaire:

Unknown a dit…

Si supiéramos medir el tiempo, ese ente caprichoso, seguramente apreciaríamos más la muerte que los propios días en este mundo, porque a final de cuentas el tiempo que nos resta es un granito de arena comparado a la gran montaña de tiempo que formaremos en nuestra muerte.
Me gustó mucho tu ensayo, tiene tanto de razón y nos hace reflexionar que en realidad sólo nos hace falta un paso para dejar de existir, pero sólo aquellos que se atrevieron a crecer antes de brindar ese paso, son los que perdurarán en el paso de los siglos de todos los que vivan de aquí al día en que los muertos se adueñen también de este mundo.

Saludos,

Cristina Arreola