mardi 3 janvier 2012

... en busca de la vocación perdida... ¿parte uno de mil?

Hace apenas unos años, yo, quien en este texto vierte su palabra, aún vivía con la ilusión de convertirme en escritor y periodista, o periodista simplemente, o escritor... Me gustaba la idea de sentarme a la mesa de un café en una ciudad de callejuelas sin historia, pedir un expreso, observar discretamente el resto de la clientela y abrir un periódico donde apareciera mi nombre impreso en una línea, con esa tipografía destinada a los autores. Ah, qué placer soñado ese de ver el nombre mío, ahí, tan de casualidad, mientras diera el primer trago amargo a mi café y el vapor hiciera el intento de empañarme la mirada para hacerme pensar que no es cierto, que no es verdad, que esas tres palabras en negrita no significan mi nombre, repitiéndose cada vez que mi vista quisiera repetirlo, extendiendo su oscuridad de tinta sobre un tibio papel, como una anguila venenosa de paseo por aguas dulces, como una iguana sobre un cuello anoréxico en plena pasarela, como una fila de hormigas decididas a roer el mundo… Mi nombre sobre el papel, ese era el sujeto, y el verbo era yo leyendo mi propio nombre como si no importara el resto de lo que estuviera escrito alrededor de él.
Pero eso terminó hace algunos años, cuando me di cuenta lo que es pasar la vida pretendiendo ser alguien que ni en sueños… El día que comencé a trabajar en un periódico, di inicio también a la persecución de una vocación que –“literalmente”—se me estaba escapando de los dedos. Fue la primera vez que presenté un currículum, cuya efectividad me llevó a la oficina de cómputo, con el puesto de corrector de estilo. A la voz de “bienvenido”, tuve que contarme entre dieciséis personas trabajando en una especie de horno con ventanas hacia el corredor –corredor donde paseaban los directores de prensa e información con un dejo de inquietud y movimientos que hacían eco a sus vergüenzas escondidas; de vez en cuando se manifestaba “El Señor” por esos mismos pasillos, para verificar que sus pisos de mármol no hubieran sido mancillados con ceniza de tabaco, migas perdidas o fallidos sorbos de café. Cada día pude ver –separada de mí por un cristal que la proyectaba en otra dimensión—a la mujer de limpieza, silenciosa y servicial, con la mirada en cualquier sitio, con el pensamiento metido en un hueco que hasta ahora no me he podido rellenar; apurada con el trapo, lavando aquí y allá con esa conciencia fugaz de quienes conocen bien cuál es su horario de salida. Yo, por mi parte, no sabía, nunca supe cuál sería mi hora de salida. El contrato especificaba en resaltado mis horas de entrada, límite de tolerancia, mi salario, mi día franco, mis cinco días de vacaciones y hasta el borde de mis ganas de vivir, pero de horarios de salida no se hablaba sino en términos aproximativos, medio nocturnos y más bien vampirescos. Rara fue la ocasión en que pude robarle a la noche una cerveza con auténticas risotadas y manotazos al aire. Por regla general, cuando atravesaba el umbral del edificio periodístico, los árboles de la ciudad ya estaban poblados de murciélagos, y sus chillidos alrededor de mí se prolongaban aéreos hasta el amanecer.

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