vendredi 14 mars 2014

Charco noticioso

Yo no sé quién va más lejos, / la montaña o el cangrejo. / (...) /
Larará larará, larará; larará larará, larará.

Josué Solís Hernández
(Este texto es una ficción; su fuente no)

¿Qué habría pasado si lo hubieran matado en México y no en Guatemala?, me pregunta Volpi aguantando la bocanada. ¿A quién? ¿A Cabral?, respondo yo, sosteniendo el cigarro con la punta del índice y el pulgar de mi mano izquierda. Seguro habría pasado lo mismo... quizá con un poquito más de espectáculo por parte de la prensa, ¿no?; además de que habrían tardado más en detener a los culpables, o los habrían inventado; luego aspiro, retengo. Volpi exhala, toma con sus dedos lo que queda del carrujo y agrega envuelto en humo, quién sabe –y empieza a toser—, primero no lo habrían matado por error, y segundo a lo mejor hasta lo habrían desaparecido un rato para pedirle que cantara unas canciones, que firmara unas camisetas del cártel y tomarle algunas fotos. ¿Te imaginas? En el video del interrogatorio, cuando los enmascarados le preguntaran “de dónde vienes” Facundo contestaría “vengo de todas las cosas”. Se ríe, pero no le hallo la gracia. Vuelve a fumar, y yo miro el hilo de humo desprenderse del cigarro que pronto se apagaría. Desde la azotea de la facultad no se domina gran cosa, pero algo se deja ver y oír. La luz azul y espesa de la mañana viene a pegarse a todos los edificios. La ciudad ha encendido sus motores; el día apenas comienza. Un aroma a desayuno callejero se mezcla con el aliento de los mofles y el olor a marihuana. Mi pensamiento está enrarecido. A lo lejos se escucha la voz de un vendedor de periódicos en un crucero, en medio de los pitidos de tantos automóviles. Una cortina metálica se abre lentamente, en otra parte, mientras los gritos de una mujer muy enojada penetran las orejas de un niño camino a la primaria. En las primeras planas de algunos diarios que cuelgan de un estanquillo se puede leer: “El Estado Mayor garantizó seguridad durante reunión presidencial entre México, Canadá y Estados Unidos”, pero nadie compra esos diarios, al menos no en ese lugar. En cambio, otras portadas emiten su chillido cotidiano –la noticia que vende—la inseguridad, la de siempre, la que se toma con café y azúcar; el pan muerto de cada día que calma la curiosidad mórbida de los lectores. Cerca de ahí, en un puesto de tacos, un hombre con cachucha cuenta detalladamente el horrible accidente que le tocó ver el domingo pasado en carretera. Parece fascinarse con su propio relato, seguro de que el asombro de quien lo escucha es verdadero; y mientras describe la postura de uno de los muertos, le da una nueva mordida a su sabroso desayuno sin que le tiemble la mano. La ciudad bulle; vocecillas, risotadas y silbidos corren por todas partes, cada vez más a prisa. Dentro de la escuela ha comenzado el vaivén aletargado de los universitarios. Las sillas se arrastran, las mesas se arrastran, algunos pies también se arrastran. Volpi y yo acostumbramos subir a la azotea para fumar, casi todos los días, antes de las clases. Siempre llegamos temprano; el guardia ya nos conoce pero no sospecha nada. Somos estudiantes, tenemos credencial; eso nos da derechos. Por detrás de unos salones hay un árbol que nos sirve de escalera; nos trepamos, fumamos y durante un ratito nos dedicamos a platicar y a ver lo que pasa dentro y fuera del plantel. Vista desde este ángulo, la facultad es como un “lugar aparte” rodeado de esta ciudad monstruosa. Como un refugio donde se escondiera el germen de una solución. Fuera están los autos; dentro solo hay bicicletas. Fuera está el ruido, el ajetreo, los manojos de personas transportándose en microbuses; dentro hay un cierto silencio, voces bajas, pequeños corros de estudiantes reunidos por afinidad. Fuera crece el desorden, el comercio, el tintineo de las monedas; dentro germina el orden, las conversaciones, el desinterés, el intercambio. Fuera huele a cloro con sangre y podredumbre; dentro huele a libros, papel y goma de borrar. Pero tengo la impresión de que pronto las cosas van a ser distintas. Ya es hora de bajar. Nos levantamos. Echo una última mirada al exterior. Fuera viene corriendo el Gabo, compañero nuestro; pero no es tan tarde, y parece no correr apresurado por llegar, sino para escapar. A unos metros de él corren también dos tipos. Gabo corre. Los tipos corren. Gabo alcanza la puerta, la franquea, está dentro y yo lo siento a salvo. Pero los tipos no se detienen y entran también. Volpi y yo intentamos bajar rápido por el árbol, para ayudar a Gabo, pero entonces escuchamos el disparo. Manojos de estudiantes se arremolinan aquí y allá sin saber que hacer. Desde fuera, la gente de la ciudad trata de mirar qué está pasando. Nadie sabe nada de los asesinos. Nadie los vio escapar. El cuerpo quedó tirado en el suelo dentro de un salón de clases; de su sangre se desprende un aroma a charco noticioso. No tardará en llegar la prensa.


“19 de febrero de 2014. Ecatepec, Estado de México. Gabriel Gabino Álvarez Pliego, de 22 años de edad y estudiante de la Universidad Autónoma del Estado de México (UAEM), fue asesinado de un disparo en la cabeza dentro del plantel de Ecatepec por dos sujetos que lo persiguieron para asaltarlo.”


jeudi 13 mars 2014

99/100

Un día, no hace mucho tiempo, buscando la verdad cristalina de los ojos, cortejando el beso tibio en las sonrisas, incliné mi cuerpo sobre la gran marmita del verso. Soñaba con ditirambos de cien, y escribía poemas de noventa y nueve noventa. ¿Pero qué verso era mi verso, si ni puñal, ni puño y ni siquiera flor? Una lámpara sin aceite colgaba en mi habitación, la oscuridad se distendía sin miedo por los pasillos de mi casa hueca; pasaban horas así, hasta que una luz muy leve tocaba el vidrio opaco de mi única ventana para fingirme el día y obligarme a despertar; mares de cartón azur servían como escenografía exterior a mi comedia del verso; y yo me sentía el poeta más libre, cabalgando por las ganas de escribir a como diera lugar. Con las ideas llenas de humo, mutilaba sin piedad el cuerpo candoroso de mis palabras simples, y respiraba aire puro, y recitaba puro aire:



Un día,
no hace mucho tiempo,
buscando la verdad cristalina de los ojos,
cortejando el beso tibio en las sonrisas,
yo también incliné el cuerpo
sobre la gran marmita de los versos,
y -soñando con ditirambos de cien-
escribía poemas de noventa y nueve noventa.

*

Hoy los colores no tienen escala; el arcoíris es un solo golpe en mi sentido. Me domina el sueño, me arroba el pensamiento. Mis dedos son el silencio y mi palabra un parpadeo. Es la noche aquí, mientras allá es de día. Vivo en una tierra húmeda que celebra la fértil llegada de la primavera, pero el terror hace rondas de patrulla alrededor de mis sueños; el frío acaricia mis plantas y no puedo despertar. Era una vez un diente de león oscuro que nunca fue tocado por el viento.

*

Por la noche se levanta un rumor en la tierra. Un murmullo contenido trepa hasta las copas de los árboles. Viene para el norte, sobre una ruta perfecta. Pasos tras las sombras atraviesan los umbrales en su plena oscuridad. Nadie duerme; abiertos como la ventana, los ojos buscan el foco de las estrellas desde la almohada. Ningún animal levanta la garganta, ningún bicho se mueve bajo la hierba. El rumor proviene de la misma noche; son las sombras que caminan. Sombras, sombras, sombras, sombras, sombras sobre las sombras. Hay quienes han escuchado la guadaña de la muerte entre las matas, chasquidos como de rifle por el río, aullidos de coyotes donde nunca los ha habido. Nadie ha visto nada; entre cortinas de las ventanas cerradas, los pasos se van de largo, buscando los rincones oscuros del olvido. Pronto llegará la luz.

samedi 8 mars 2014

La fortaleza abandonada

Cuando se tiene un hijo, se tiene el mundo adentro
y el corazón afuera.
Los hijos infinitos”, Tomás Eloy Blanco

Josué Solís Hernández
(Este texto es una ficción; su fuente no)

Delicado, el elefante se levanta y echa a andar. Sobre sus lomos se extiende una alfombra magnífica de bordados misteriosos. Sentada ahí, una pequeña niña observa, atónita, el horizonte que le espera. El enorme mamífero camina por encima de la frontera entre el sueño, la realidad y la muerte. Los pasos de la bestia son pasos de bestia. Su aliento bestial. Sus ojos infinitamente oscuros. Sobre la piel gris y rugosa de sus mejillas escurren una suerte de lágrimas espesas que brillan, con la claridad de un cristal precioso hallado entre las piedras. La pequeña niña mira a uno y otro lado de la frontera. La bestia camina sobre los límites y no toca ninguno de los tres inmensos territorios que ahí convergen. A lo lejos se alcanza a mirar una montaña, y sobre la montaña una fortaleza blanca de la que parecen emanar destellos de alborada. El cielo no tiene ningún color; o los presenta todos juntos. Un viento ligero vibra con las notas de una musiquilla infantil que se detiene bruscamente y vuelve a comenzar. El viento va, vuelve, agita las orlas de la alfombra donde descansa ella.
–Está moviendo los ojos, dice la enfermera, seria, disimulando sorpresa; escapando a la angustia.
–Es normal. Debe estar soñando.
Siguiendo su inestable rutina, el médico sale de la habitación hacia un pasillo donde la pulcritud de las lámparas eléctricas es mutilada por el deambular de ruedecillas chirriantes en camillas, la envolvente sordidez de una atmósfera estéril, y la sospecha afilada de que la sangre ha corrido por alguna parte. Al fondo del corredor, una televisión agita las sombras. El vigilante mira una breve pantalla portátil con antena metálica. Un hombre vestido con traje negro y corbata roja está dando el noticiero. Nuevos extravíos en la ciudad. Varios adolescentes y niños han desaparecido en pocas horas. Alerta Mediática para Buscar Extraviados Recientes. En el noticiero han preparado los testimonios de una madre angustiada y de un jefe de policía. El reportero imposta su voz, pretendiendo desesperadamente un estilo que no falta de gravedad. Las voces de la televisión rebotan en las paredes del hospital, ligeramente, y se expanden casi inaudiblemente con ayuda de otras vibraciones en el edificio.
Es de noche. El cielo no tiene ningún color; o los presenta todos juntos. Las cortinas fueron corridas. La enfermera intenta distinguir entre la oscuridad y la habitación iluminada que se refleja en el doble vidrio de la ventana. –Apenas tiene tres años, dice al teléfono. Su familia no se pone de acuerdo sobre lo que hay que hacer. Su madre la molió a golpes. Nadie sabe por qué. Se desmayó y no ha despertado. Me da mucha lástima verla conectada. Parece que tuviera años dormida. Pero es una niñita.
En medio de su tonada se filtran voces que la niña parece reconocer. Una voz de mujer repite su nombre, buscándola. La llaman, otra vez. La pequeña sonríe hacia el valle del sueño. El elefante sigue su camino y se aleja. La musiquilla para bruscamente y vuelve a comenzar, distorsionada esta vez por sonidos de la televisión, anuncios comerciales. El viento arrastra un lejano olor de carne o de basuras abandonadas en el parque. Huele a humo también. Su madre grita. Sobresalto. La niña fija sus ojos en el desierto de la realidad y tiene miedo. La música se interrumpe y vuelve a comenzar. Los pasos del elefante se dirigen al terreno de la muerte. Una máquina de ritmo cardiaco se detiene, se apaga, silenciosamente.

“19 de febrero de 2014. Tijuana, B.C. Amber Ximena tenía 3 años de edad. Perdió la vida luego de permanecer diez días en coma en el Hospital General, tras ser golpeada por su mamá.”


jeudi 6 mars 2014

« Misery is the river of te world »

For want of a bird / The sky was lost / For want of a nail / A shoe was lost / For want of a life / A knife was lost / For want of a toy / A child was lost
Tom Waits


Sueño que escribo y el gato desespera por salir; maúlla, rasga, se pasea, relame sus patas, salta al sofá y espera –desesperado—por salir. Es de noche; la habitación es clara. Cortinas abiertas, la oscuridad se presenta del otro lado de la ventana; en el vidrio puedo ver reflejado lo que está a mis espaldas. Ante mí, una máquina escribe lo que pienso. El reflejo me inquieta, la noche y la habitación ocupan una misma superficie. Intento distinguir los objetos deformados de la noche. La máquina se detiene.
La escena se repite una y otra vez. Lentamente primero; acelerándose después. El gato va y viene; la noche se presenta detrás del vidrio; sobre los libros cae una luz amarillenta; el gato mira la noche por la ventana. Se detiene. La máquina se detiene. Una y otra vez. El gato amarillento se presenta detrás de la ventana. La oscuridad se deforma en la frontera de la noche. Las cortinas desesperan. Maúllo, rasgo, me paseo. Se detiene. La máquina se detiene. Lentamente primero, y luego veloz, se detiene. Una vez. La noche amarillenta cae sobre los libros. Las cortinas desesperan por salir. Detrás del vidrio la máquina se detiene. Se detiene. Otra y otra y otra vez, detrás de la ventana el golpeteo infernal se aquieta de pronto. La habitación a mis espaldas es clara. Estoy soñando entre la oscuridad y los objetos. La noche se presenta, maúlla, desespera; el gato se refleja y la máquina que escribe lo que pienso se detiene. Se detiene. Se detiene. Así, hasta alcanzar ritmos vertiginosos y que la noche detrás de la ventana sucumba a la luz.


Mientras tanto: