Yo
no sé quién va más lejos, / la montaña o el cangrejo. / (...) /
Larará
larará, larará; larará larará, larará.
Josué
Solís Hernández
(Este
texto es una ficción; su fuente no)
¿Qué
habría pasado si lo hubieran matado en México y no en Guatemala?,
me pregunta Volpi aguantando la bocanada. ¿A quién? ¿A Cabral?,
respondo yo, sosteniendo el cigarro con la punta del índice y el
pulgar de mi mano izquierda. Seguro habría pasado lo mismo... quizá
con un poquito más de espectáculo por parte de la prensa, ¿no?;
además de que habrían tardado más en detener a los culpables, o
los habrían inventado; luego aspiro, retengo. Volpi exhala, toma con
sus dedos lo que queda del carrujo y agrega envuelto en humo, quién
sabe –y empieza a toser—, primero no lo habrían matado por
error, y segundo a lo mejor hasta lo habrían desaparecido un rato
para pedirle que cantara unas canciones, que firmara unas camisetas
del cártel y tomarle algunas fotos. ¿Te imaginas? En el video del
interrogatorio, cuando los enmascarados le preguntaran “de dónde
vienes” Facundo contestaría “vengo de todas las cosas”. Se
ríe, pero no le hallo la gracia. Vuelve a fumar, y yo miro el hilo
de humo desprenderse del cigarro que pronto se apagaría. Desde la
azotea de la facultad no se domina gran cosa, pero algo se deja ver y
oír. La luz azul y espesa de la mañana viene a pegarse a todos los
edificios. La ciudad ha encendido sus motores; el día apenas
comienza. Un aroma a desayuno callejero se mezcla con el aliento de
los mofles y el olor a marihuana. Mi pensamiento está enrarecido. A
lo lejos se escucha la voz de un vendedor de periódicos en un
crucero, en medio de los pitidos de tantos automóviles. Una cortina
metálica se abre lentamente, en otra parte, mientras los gritos de
una mujer muy enojada penetran las orejas de un niño camino a la
primaria. En las primeras planas de algunos diarios que cuelgan de un
estanquillo se puede leer: “El Estado Mayor garantizó seguridad
durante reunión presidencial entre México, Canadá y Estados
Unidos”, pero nadie compra esos diarios, al menos no en ese lugar.
En cambio, otras portadas emiten su chillido cotidiano –la noticia
que vende—la inseguridad, la de siempre, la que se toma con café y
azúcar; el pan muerto de cada día que calma la curiosidad mórbida
de los lectores. Cerca de ahí, en un puesto de tacos, un hombre con
cachucha cuenta detalladamente el horrible accidente que le tocó ver
el domingo pasado en carretera. Parece fascinarse con su propio
relato, seguro de que el asombro de quien lo escucha es verdadero; y
mientras describe la postura de uno de los muertos, le da una nueva
mordida a su sabroso desayuno sin que le tiemble la mano. La ciudad
bulle; vocecillas, risotadas y silbidos corren por todas partes, cada
vez más a prisa. Dentro de la escuela ha comenzado el vaivén
aletargado de los universitarios. Las sillas se arrastran, las mesas
se arrastran, algunos pies también se arrastran. Volpi y yo
acostumbramos subir a la azotea para fumar, casi todos los días,
antes de las clases. Siempre llegamos temprano; el guardia ya nos
conoce pero no sospecha nada. Somos estudiantes, tenemos credencial;
eso nos da derechos. Por detrás de unos salones hay un árbol que
nos sirve de escalera; nos trepamos, fumamos y durante un ratito nos
dedicamos a platicar y a ver lo que pasa dentro y fuera del plantel.
Vista desde este ángulo, la facultad es como un “lugar aparte”
rodeado de esta ciudad monstruosa. Como un refugio donde se
escondiera el germen de una solución. Fuera están los autos; dentro
solo hay bicicletas. Fuera está el ruido, el ajetreo, los manojos de
personas transportándose en microbuses; dentro hay un cierto
silencio, voces bajas, pequeños corros de estudiantes reunidos por
afinidad. Fuera crece el desorden, el comercio, el tintineo de las
monedas; dentro germina el orden, las conversaciones, el desinterés,
el intercambio. Fuera huele a cloro con sangre y podredumbre; dentro
huele a libros, papel y goma de borrar. Pero tengo la impresión de
que pronto las cosas van a ser distintas. Ya es hora de bajar. Nos
levantamos. Echo una última mirada al exterior. Fuera viene
corriendo el Gabo, compañero nuestro; pero no es tan tarde, y parece
no correr apresurado por llegar, sino para escapar. A unos metros de
él corren también dos tipos. Gabo corre. Los tipos corren. Gabo
alcanza la puerta, la franquea, está dentro y yo lo siento a salvo.
Pero los tipos no se detienen y entran también. Volpi y yo
intentamos bajar rápido por el árbol, para ayudar a Gabo, pero
entonces escuchamos el disparo. Manojos de estudiantes se arremolinan
aquí y allá sin saber que hacer. Desde fuera, la gente de la ciudad
trata de mirar qué está pasando. Nadie sabe nada de los asesinos.
Nadie los vio escapar. El cuerpo quedó tirado en el suelo dentro de
un salón de clases; de su sangre se desprende un aroma a charco
noticioso. No tardará en llegar la prensa.
“19 de
febrero de 2014. Ecatepec, Estado de México. Gabriel Gabino
Álvarez Pliego, de 22 años de edad y estudiante de la
Universidad Autónoma del Estado de México (UAEM), fue asesinado de
un disparo en la cabeza dentro del plantel de Ecatepec por dos
sujetos que lo persiguieron para asaltarlo.”
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